domingo, 8 de septiembre de 2013

Aquí mandan los libros

Si bien siempre he sido una buena compradora de libros -al menos desde que ahorraba mis primeras mesadas y salía a librerías y ferias, ya no tan chica-, últimamente mi biblioteca ha aumentado vertiginosamente, quintuplicando el volumen que tenía cuando estudiaba en la universidad. Trabajo, más plata, mayor necesidad de leer y estudiar y alguien con quien compartir las nuevas adquisiciones son las razones obvias, pero no puedo evitar pensar un poco más allá de eso (siempre).

Recuerdo haber leído o visto una entrevista de Bolaño donde dijo haber perdido creo que dos bibliotecas, en Chile y en España, al menos. Manteniendo mi más profundo respeto, la verdad es que se apagó una lucecita en mi altar mental a Bolaño. Ok, ok, no puedo discutir las circunstancias de sus partidas ni su imposibilidad de acarrear con él toneladas de libros (¿sabían que un metro cúbico de libros pesa en promedio una tonelada? Espero que el piso del departamento sea muy sólido y nunca ponga en riesgo la vida de mi vecino del departamento de abajo), pero esa declaración hizo que se me pararan los pocos pelos. Es que, en serio, no puede ser. No se trata de ser materialista ni mucho menos, pero una biblioteca no se abandona, señores.

Pero entonces empiezan las limitaciones. Si una biblioteca no se abandona, ¿cómo viajar? No me refiero a viajar en vacaciones ni por trabajo, no, sino a esos viajes que se hacen porque hay que irse, porque a veces está esa sensación de dejarlo todo y por qué no irse a Islandia, o por qué no estudiar en Amsterdam donde me concentro mejor que acá. Me pregunto si es en este punto donde el inconsciente hace su aparición, y no será que la recopilación de libros no responde a las razones obvias, sino a una necesidad insospechada de arraigo, quizás incluso a una aparentemente terrible e inconsecuente necesidad de aburguesamiento (hay que asumirlo, una casa con biblioteca es una casa brutalmente burguesa).

Y entonces aparecen los sueños que sí son conscientes, y el momento en que me doy cuenta que hay dos grupos de sueños conscientes que son bastante contradictorios, cosa que me sorprende no haber percibido antes. La casa con biblioteca con un chaise longue (ojalá de Eames), un globo terráqueo antiguo y, ahora, la lámpara de bronce del consorte, por un lado. Por otro, la vida libre como el vientorss, que sigue el ritmo del momento. Y ¡paf!, advierto que el ritmo por estos tiempos ha sido comprar mucho más de lo que puedo leer y llevar en una maleta, más de lo que puedo reconocer cuando empiezo a sacar cuentas y calculo qué otras cosas podría haber comprado con eso (¿un auto? ¿el pie de un departamento? No, no reconoceré mi nivel de gasto en libros). Parece que eso ya ha derivado en un ritmo de vida menos manejable, amarrado con las arterias a estantes y cajas de libros.

Lo bueno es que ese amarre no me choca, no me molesta. Me llama un poco la atención, me intriga a ratos, pero de todas formas es algo que se conecta con una imagen que tenía desde muy chica en mi mente. La casa con biblioteca que sí, es burguesa, pero no es ese aburguesamiento de cerdo capitalista, sino de coleccionista algo perturbado (¿hay coleccionistas no perturbados?), víctima del horror vacui, que expone con orgullo y en un acto de ostentación barroca sus diplomas (sí, tengo mis diplomas colgados junto a mis libros, y qué) y esconde celosamente papeles y fotos entre páginas que nadie sospecha.


Y la verdad es que ahora que lo pienso, parece más fácil que las decisiones de mi vida las tome la biblioteca. No, no puedo, qué haría con los libros; No, esa casa no, no caben los libros; No, no me alcanza para comprar gas, tengo que comprarme un libro (adivine cuál de estas situaciones ya ocurrió).