Si bien siempre he sido una buena
compradora de libros -al menos desde que ahorraba mis primeras
mesadas y salía a librerías y ferias, ya no tan chica-,
últimamente mi biblioteca ha aumentado vertiginosamente,
quintuplicando el volumen que tenía cuando estudiaba en la
universidad. Trabajo, más plata, mayor necesidad de leer y estudiar
y alguien con quien compartir las nuevas adquisiciones son las
razones obvias, pero no puedo evitar pensar un poco más allá de eso
(siempre).
Recuerdo haber leído o visto una
entrevista de Bolaño donde dijo haber perdido creo que dos
bibliotecas, en Chile y en España, al menos. Manteniendo mi más
profundo respeto, la verdad es que se apagó una lucecita en mi altar
mental a Bolaño. Ok, ok, no puedo discutir las circunstancias de sus
partidas ni su imposibilidad de acarrear con él toneladas de libros
(¿sabían que un metro cúbico de libros pesa en promedio una
tonelada? Espero que el piso del departamento sea muy sólido y nunca
ponga en riesgo la vida de mi vecino del departamento de
abajo), pero esa declaración hizo que se me pararan los pocos pelos.
Es que, en serio, no puede ser. No se trata de ser materialista ni
mucho menos, pero una biblioteca no se abandona, señores.
Pero entonces empiezan las
limitaciones. Si una biblioteca no se abandona, ¿cómo viajar? No me
refiero a viajar en vacaciones ni por trabajo, no, sino a esos viajes
que se hacen porque hay que irse, porque a veces está esa sensación
de dejarlo todo y por qué no irse a Islandia, o por qué no estudiar
en Amsterdam donde me concentro mejor que acá. Me pregunto si es en
este punto donde el inconsciente hace su aparición, y no será que
la recopilación de libros no responde a las razones obvias, sino a
una necesidad insospechada de arraigo, quizás incluso a una
aparentemente terrible e inconsecuente necesidad de aburguesamiento
(hay que asumirlo, una casa con biblioteca es una casa brutalmente
burguesa).
Y entonces aparecen los sueños que sí
son conscientes, y el momento en que me doy cuenta que hay dos grupos
de sueños conscientes que son bastante contradictorios, cosa que me
sorprende no haber percibido antes. La casa con biblioteca con un
chaise longue (ojalá de Eames), un globo terráqueo antiguo y,
ahora, la lámpara de bronce del consorte, por un lado. Por otro, la
vida libre como el vientorss, que sigue el ritmo del momento. Y
¡paf!, advierto que el ritmo por estos tiempos ha sido comprar mucho
más de lo que puedo leer y llevar en una maleta, más de lo que
puedo reconocer cuando empiezo a sacar cuentas y calculo qué otras
cosas podría haber comprado con eso (¿un auto? ¿el pie de un
departamento? No, no reconoceré mi nivel de gasto en libros). Parece
que eso ya ha derivado en un ritmo de vida menos manejable, amarrado
con las arterias a estantes y cajas de libros.
Lo bueno es que ese amarre no me choca,
no me molesta. Me llama un poco la atención, me intriga a ratos,
pero de todas formas es algo que se conecta con una imagen que tenía
desde muy chica en mi mente. La casa con biblioteca que sí, es
burguesa, pero no es ese aburguesamiento de cerdo capitalista, sino
de coleccionista algo perturbado (¿hay coleccionistas no
perturbados?), víctima del horror vacui, que expone con orgullo y en
un acto de ostentación barroca sus diplomas (sí, tengo mis diplomas
colgados junto a mis libros, y qué) y esconde celosamente papeles y
fotos entre páginas que nadie sospecha.
Y la verdad es que ahora que lo pienso,
parece más fácil que las decisiones de mi vida las tome la
biblioteca. No, no puedo, qué haría con los libros; No, esa casa
no, no caben los libros; No, no me alcanza para comprar gas, tengo que comprarme un libro (adivine cuál de estas situaciones ya
ocurrió).