domingo, 11 de noviembre de 2012

Hace mucho tiempo que he estado escribiendo poco por estos lados. No hay que ir a ver las entradas más antiguas para leer en qué estaba mi cabeza el 2010. Me impresiona que en tantos aspectos leo a la misma que soy ahora, a pesar de que han sido años de muchísimos cambios.
Pasé por la Chile, por la Mistral, distintas lecturas y temas que me tenían ocupada, amigos nuevos, idas y venidas de los amigos viejos, capítulos amorosos grotescamente distintos -¿en qué estaba pensando?-, trabajos harto diferentes que implican rutinas igual de diferentes, dos perros y un abuelo menos, y blaaa bla bla. 
Con todo eso, siento que he sido prácticamente la misma. Incluso hay un halo de inercia cuando pienso en estos últimos años. ¿Inercia? ¿Cómo, si no he parado de cambiar? Y entonces la respuesta se hace obvia; siempre esta rutina que no logra ordenarse, arrojada a una serie de cambios que no puedo terminar de enumerar, termina en la misma pieza, con la misma música, los mismos colores, las mismas sensaciones, la misma forma de recordar y planificar. Objetos que están en uno u otro lugar desde hace años, tantas cosas que voy metiendo en una mochila que no me he podido sacar (o no he querido, obvio). 
Hay cosas inmutables que pesan mucho. Buenas y malas. Muy buenas y muy malas. Cosas, desde ropa hasta recuerditos variopintos. Sentimientos, enquistados como traumas o que fluyen y vuelven a fluir tiempo después. Y quizás me equivoque, pero me siento a un paso de una revolución que arrasará con parte de esas cosas hasta ahora inmutables. Al menos con las que ya no me gustan (espero). Y es que algunas me tienen aburrida y otras parecen no tener nada que ver con el rumbo que ha ido tomando mi vida. 
Sí, ya sé, no estoy hablando de cosas concretas y seguramente nadie entiende. Veamos qué pasa y más adelante les cuento cómo me fue con la revolución, quizás ahí suelte algo.