sábado, 28 de abril de 2007

Staccato

Estaba muy nerviosa. El teatro estaba lleno y era mi primer concierto. Las luces se encendieron, los murmullos del público cesaron y yo estaba paralizada en medio del escenario, mirando mi violín.
Respiré hondo y traté de dejar de lado la timidez. Eran diez composiciones de Bernard Hermann y sería yo quien las ejecutaría. No podía dejar pasar esa oportunidad por un repentino ataque de pánico.
Tomé postura y me lancé. El primer acorde entró por mis oídos y me relajé completamente, dejándome llevar por la melodía. Cada nota jugaba por los aires, danzando en mis oídos y en mi mente. Esas notas disonantes, estridentes y tan reales.
Mis manos corrían por las cuerdas en un pizzicato inigualable, cerré mis ojos y todo se tiñó de un amargo color violeta, y podía oler la leche caliente y escuchar gritos, muchos gritos.
Mi corazón latía staccato, los gritos, mi violín tenía vida propia y cada acorde era una aguja, más gritos, y podía oler la leche caliente. Esa infancia, el cielo violeta del atardecer y ese olor, tantos recuerdos, mi mamá que siempre me daba leche caliente.
Me aferré al violín, lo sentía junto a mi y estábamos los dos en otro mundo, en un mundo propio, hablando el mismo idioma, sintiendo las mismas agujas y era todo color violeta.
***

La niña se quitó el antifaz y lo colgó en la pared junto a los otros.
Todo había empezado cuando le regalaron uno para su cumpleaños y se puso a pintarlo y pegarle mostacillas de colores. Le quedó horrible, pero su vida era tan monótona que decidió ponerse a decorar antifaces.
Nunca podía salir de su casa y a veces ni de su pieza, y si lo hacía, los gritos de sus padres le llegaban como flechas, como punzantes agujas, así que prefería obedecerlos siempre y vivir en la monotonía de su habitación.
Con los antifaces, la niña encontró un pasatiempo y una vía de escape. Cada vez que se ponía uno sentía que ya no era ella y que podía viajar a cualquier lugar, dejar esa vida y ser libre, convertirse en quien quisiera. Podía ser una María Callas, una Anna Pavlova o una Vanessa Mae.
Ya no sabía cuantos antifaces había hecho. No tenía la paciencia de contar todos los que estaban colgados en las paredes de su pieza. Tenía de todos los colores y formas, hechos con distintos materiales y técnicas. El que más le gustaba era uno color violeta, de forma alargada y terminada en finas puntas. Cuando lo usaba, sentía que estaba en otro mundo, en un mundo propio.
***

Su madre entró en la habitación llevando la bandeja con la once. Intentó abrirse paso entre el terrible desorden, corriendo con el pie las hojas de diario que estaban tiradas por todo el suelo y que empapelaban la pared.
Toda la pieza se inundó con el aroma de la leche caliente. Dejó la bandeja sobre la mesita y acarició la cabeza de la niña que parecía no notar su presencia, muy concentrada haciendo movimientos con los brazos y con ese pedazo de diario que siempre tenía sobre su cara amarrado con un elástico.

Este cuento lo escribí hace años ya, y es mi favorito de los que conservo de entre primero y tercero medio más o menos. Ahora podría mejorarlo mucho, la historia me sigue encantando y aaaalgo he mejorado en este tiempo como para poder reescribirlo, pero le tengo un cariño que me impide cambiarlo. Como que es muy de esa época, me leo muy.... mmmm... niña. En fin...
POSTEA, SE QUE LEISTE, POSTEAAAA.

sábado, 14 de abril de 2007

Los sentimientos y observaciones del hombre solitario son al mismo tiempo más confusos y más intensos que los de las gentes sociables; sus pensamientos son más graves, más extraños y siempre tienen un matiz de tristeza. Imágenes y sensaciones que se esfumarían fácilmente con una mirada, con una risa, un cambio de opiniones, se aferran fuertemente en el ánimo del solitario, se ahondan en el silencio y se convierten en acontecimientos, aventuras, sentimientos importantes. La soledad engendra lo original, lo atrevido, y lo extraordinariamente bello; la poesía. Pero engendra también lo desagradable, lo inoportuno, absurdo e inadecuado.
La muerte en Venecia
Thomas Mann